Y es que esto se ha vuelto el vals de las cosas no dichas. Me bajo de la cama. El espejo. La trenza que hace mucho no amanece revuelta y despeinada. La escalera. Abro un poco la ventana en la cocina. Con lo mucho que nos gustaba abrirlas todas y morir de frío y abrazarnos. Pongo a calentar la cafetera. Ya no sé a quién se le ocurrió comprar este horrendo reloj de vacas y borregos. ¿Habrá sido un regalo? Y esa libreta con imán del refrigerador. Las hojas arrugadas y amarillentas que jamás usamos. Bajas a la cocina. Te sirvo la última taza de café; despostillada como todas. Ni siquiera me siento a la mesa. Las llaves, la cartera, la bolsa. "Habrías de llevar paraguas," me dices, "parece que lloverá." Volteo a verte. Sigues leyendo. Echo una última mirada a todo. Hoy sí será la última; hoy sí no volveré. La puerta. La calle. Carajo, debí traer el maldito paraguas. ¿Cómo diablos me voy a largar con los lentes tan mojados?
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